jueves, diciembre 27, 2007

QUE BUENO BAILA USTED

(fragmento)

faisel iglesias


Del barracón salían corriendo los esclavos, con cascabeles atados a la cintura, disfrazados de leones, lagartos, serpientes y diablos. Aglomerados, bailaban al toque de los tambores, sacudiendo sonajas de latas perforadas, con dibujos caprichosos y cintas de colores, a las que les fijaban un mango largo por uno de los extremos para sostenerlas en lo alto y hacerlas girar. Otros, con caretas que representaban cabezas de fieras de la selva, sobre altísimos zancos, se sentaban a descansar por momentos, en los techos de los portales del caserío, llevando a los niños del asombro al delirio. Al fin, se juntaban todos en el centro del batey.

Las santeras, vestidas de blanco y collares de colorines, traían un garabato de gajo de guayabo de las orillas del camino real, con el que golpeaban con autoridad la tierra. Bautizado, después de haber recibido sacrificios el garabato adquiría el valor de un “fundamento”, por lo que lo guardaban en el fondo de las casas para que las cuidara de los peligros. Sólo lo sacaban en ocasiones religiosas. Había momentos en que las madrinas se los prestaban a las jóvenes ahijadas que lo agitaban en el aire.

- Quieren enganchar marido - dijo el Babalawo Ta Genaro.

En medio de la gresca, a veces los negros paraban las orejas y afinaban la mirada, pasando los ojos por la falda de la Sierra del Escambray que dominaba el ingenio y los cañaverales. Allá quedaba el monte, templo sagrado de los negros, donde está el palenque, que es la casa de la libertad de los negros, adonde iban a parar los sublevados después de romper las cadenas, destrozar los ingenios y quemar las canas. Esperaban quizás un levantamiento de la dotación de Santa Susana, Redención, Manzanares, San Julián, La Granja, El Indio, San Isidro Labradores, San Jacinto, Pepilla, Albizu, Patricia y la Santísima Trinidad.

- ¡Hay que cundir el Escambray! - se oía, aunque sin poderse identificar de dónde salía la añorada y temida frase.

Unos abrían grande los ojos y la boca con las manos en las cabezas. Otros simulaban tener los oídos sordos. Todos le temían a los cañutazos. El viejo Ta Manuel, mirando de reojo, farfullando, moviendo apenas los labios, de donde le colgaba un babiado cabo de tabaco, puso el ajiaco en la güira debajo de la yacija, pronunciando palabras ininteligibles quizás a algún ser que no era visible para el resto de los mortales, que lo molestaba al parecer con preguntas inoportunas. La barriga le brincaba y se le había perdido el apetito. Le comenzaron unos deseos intermitentes de dar del cuerpo. Tenía diarreas. Se levantó y comenzó un ir y venir del barracón a la ñagaza que estaba a treinta pasos de la última mata de mangos de la arboleda, cerca del abajadero. Se paró en el risco y miró al vacío. ¡Allá abajo muchos negros habían dejado los sesos cuando se lanzaron contra las piedras del río huyendo del martirio! Poco después regresó al cotarro, dio par de vueltas en el mismo lugar y se achantó en el aposento de las carracas. Comenzó a embotijar las baratijas y zarandajos que durante mucho tiempo había trocado por cañutos.

- ¡Tienes el rabo entre las patas como los perros con mieo! - le dijo un bozal descalzo, descamisado, sudoroso y con un machete en las manos.

Sonaron las campanas de la Iglesia. Más arrecieron los atabales. El Batey se llenó de perros y mayorales. La jauría, halando para romper las traíllas que los ataban a la siniestra de los capataces, enseñaba los colmillos, amenazando con destrozar a dentelladas. En los linderos apareció el Batallón de Cazadores con la misión de evitar una rebelión, que los negros subieran a los palenques de la Cordillera Central y que los cimarrones bajaran al ingenio y arrasaran con la zafra.

Enterado del alboroto por los tambores, el Conde de Casa Moré se puso las manos en la cabeza. Venía de Barranquilla y bien sabía que en toda tierra firme de nada valieron las cadenas, prohibir el bembé, el azote, el fuego y el plomo para contener el ansia de libertad y el espíritu de rebeldía.

Entre la dotación había quienes por su dignidad, fundamento y tono gozaban de reconocido prestigio. Cuando el Conde compró los primeros esclavos de un cargamento acabado de llegar del centro de África, se percató que todos los negros reverenciaban, quitándose el sombrero y bajando la cabeza, ante un adolecente de pocas palabras y pensados movimientos. Por sus modales, durante la travesía El Capitán lo había ubicado en un espacio cercano a la oficialidad, para utilizarlo en el servicio privado, lo que evitó que estuviera todo el tiempo con los grillos, collares de hierro y esposas, que le ponían a los demás para evitar los episodios trágicos que hubiesen podido provocar si se liberaban de las cadenas en medio del mar. Sin las llagas de los hierros y libre de calamidades, gracias al baldeo constante con vinagre al tablado de cubierta, el joven se veía además sano y fuerte. Ya eran los tiempos en que las tripulaciones negreras no eran necesariamente los sádicos que pintaba la propaganda abolicionista y muchos capitanes alardeaban de cruzar las cuatro mil millas de océano con solo medio centenar de muertos entre la humana mercancía y la tripulación por azote del escorbuto y el berebere.

Una noche de invierno, mientras se recogían entre sacos en las esquinas del barracón el Conde lo llamó. Supo entonces que se trataba de un príncipe verdadero que había sido capturado por los enemigos de su padre. Encadenado lo vendieron en esclavitud a los traficantes. El Conde no dudaba que en esa misma persona podía coincidir además la autoridad religiosa. Tales investiduras entre aquella masa de hombres encadenados, sometidos al látigo podía significar un peligro. Le propuso devolverlo a los predios de su reino. Sin embargo, el joven príncipe había rechazado la oferta para acompañar a sus súbditos en el martirio de la servidumbre.

Muchos hacendados, dueños de ingenios y mayorales procuraban dominar los dioses de los negros para enfilarlos dócilmente a los campos de cañas y a los trapiches. El Conde se interesó por el contenido del caldero y en la forma de preparar las potencias.
- ¡Mundele quiere mundanga! – exclamo el Príncipe.

Con los modales propios de su alcurnia El Príncipe le iba explicando al Conde el contenido sagrado, tergiversando, omitiendo o alterando cada detalle, procurando que a su debido tiempo, las potencias del fundamento del caldero se le manifestaran al revés.

El Conde Mandó a ensillar los caballos. Al paso de letanías llegó al batey con el párroco al frente de una procesión de amanuenses, cachidiablos, garzones, madres de tetas y damas con aires de abanico de plumas y tono de alcatifas y arambeles, que traían en andas imágenes en oropel de San Lázaro, La Virgen de la Caridad del Cobre y hasta el mismo Niño Jesús, envueltos en lucidos accesorios. Rezando avemarías, salves, credos y padrenuestros, haciendo una cruz en el aire después de cada palabra, a modo de bendición, a contra canto del bembé, procuraban quitarle el demonio del cuerpo a los negros. Ante las sagradas imágenes, sin embargo, los siervos comenzaron a bailar con más bríos. Rodearon la procesión con tal vivacidad y bullanguería que sus cantos y bailes ahogaron los rezos de la comitiva de tiquismiquis del amo, quienes no se quitaban de las narices los pañuelos rociados con aguas de rosas.

De momento a los negros se les montaban los muertos y bajaban los santos, haciéndolos arrastrarse como serpientes, saltar como ranas, hablar en lenguas viejas, mientras por las fosas nasales y los ojos les salía el humo de unos puros gordos que fumaban a trancos, dándose largos tragos de un aguardiente acabado de destilar que se pasaban de boca en boca en una jícara, que los hacía resoplar frenéticamente, rociando el ambiente con el penetrante aliento. Había quienes saltaban al centro y les quitaban el velo a las señoronas, sacándoles la lengua. En medio de la algazara, les arrebataban las imágenes y se las llevaban corriendo. Comenzaban a darles ron y humo de tabaco, bailándoles alrededor. A veces, como niños de cuerpo grande, simulaban empinarlas como un papalote. En medio del retozo, por momentos con ciertos acentos eróticos, las abrazaban con fuerza, mientras, en lenguas extrañas, más que rogarles, parecían exigirles que intercedieran con el de más allá para que se ocupara mejor de aquí abajo, ¡caray!

- Negro con santo montao no tiene mieo.

La ladina Ña Francisca, una iyalocha lucumí, del tiempo de la Trata, que había sido adquirida por el Conde de Casa Moré con su negrito de siete años, trocándolos por dos potros de buen paso, amaneció agarrada al tronco de la ceiba invocando a toda voz a la Virgen María, para que su Hijo le pidiera al Padre que acabara con el tormento de los negros. El majestuoso árbol era objeto de culto por los blancos, los chinos y los negros de todas las naciones traídas a Cuba, porque en su fronda moraban los muertos, los orishas y los santos católicos.

- A la Madre Ceiba los huracanes no la deshojan ni la fulminan los rayos – recordaba Ta Genaro.

La Nina Linda, como le dicen los mayomberos a la ceiba, llora ante la maldad. Alimentada con sangre de toro se sostenía sana y fuerte por todos los tiempos. Los negros le dejaban gallos a los pies para que le dieran la claridad de su canto, para llamar a los dioses. Con cuatro cocos hervidos con aceite de coca, envueltos en algodón, que le colocan entre las raíces, a la caída del sol, la ceiba tranquilizaba a los portadores del mal.

Entrada en trance Ña Francisca se expresaba en bozal. Amiga de Nana Sire, el primer Congo que llegó a Cuba, cortó palo, desenterró muerto y empezó a trabajar la brujería, cuando se le juntaban las potencias Ña Francisca era capaz de virar el mundo. Poseída por un muerto ó un santo de nación que la convertía así en su “caballo”, “cabeza” ó “cuerpo de santo”, la halaba para el monte.

Ña Francisca era una negra alta, de puro linaje, “orile”, siempre vestida de blanco y el cuello adornado con perlas rotas, aristócrata, como su madre, a quien le rendían honores de reina en el Cabildo. Con una alegría inagotable, a prueba de calamidades, cuando llamaba a los santos de raíz, como los llamaban los brujos de la vieja escuela, era fama que no quedaba uno solo en el cielo.

Miraba a su hijito, se agarraba el vientre, levantaba la cabeza, abría los brazos, fijaba los ojos en el firmamento y después los bajaba con cuidado y los corría por la cordillera, mientras pateaba la tierra al ritmo de los tambores y decía frases en lengua de nación.

- ¡Quiere libertad! - dijo Ta Genaro.

Era sabido que su hijo le había llorado, cantado y bailado en las entrañas por lo que era del conocimiento de los brujos que el chiquillo era un orisha, un santo de nacimiento y que, más temprano que tarde, cogería el camino del monte.

El Cura sabía que a los muertos de los esclavos, aunque no fueran practicantes de la fe católica le gustaban las misas. Entraban a la iglesia como al monte, de frente, en el cuerpo del poseído, con una vela encendida y un ramo de flores para dejarlas al pie de la imágenes de los santos. El Padre se le acercó a Ña Francisca con una cruz en la mano. Ña Francisca no se arrodillo. Jamás ponía rodilla en tierra. Lo esperó en cuclillas. Después de los salves alzó el brazo derecho con el puño cerrado. Lo bajó con reverencia y repitió la acción con el izquierdo.

“Elegguá aké ború aké boyé, tori torú la yá fi yurúare.”

El muerto saludó al Cura en lucumí. Se trataba de una formula reverencial, tan vieja como la humanidad, que se utilizaba siempre para alabar.

“Agó Elegguá Baba guara agó Elegguá abacu macu afónfo tube abebéenillo alanu la mú batá omó marata omó cúamá du echeré omó acheré arikú Babaguá déde wanto ló kun. Elegguá tubo cosi laroyé aqui bollú Baba guara Eshuboru, Eshu bollá Eshu bochiché, Eshu Barakinkeño” “Bará laroye achucaí colagúola un bele kún laroye un chéche óni coní óni condori”

El muerto le pedía al Cura que intercediera con Elegguá, el orisha del lleva y trae lo malo y lo bueno, para que hablara con el niño Jesús, y con el mismo Dios, si era preciso, para que alejara las injusticias. Después, en el cuerpo de Ña Francisca, el muerto le dio la espalda al Cura y lo despidió zapateando y sacudiendo con energía el trasero.

- ¡Pónganle una palangana con agua bendita o del cielo entre las piernas para que el muerto se le vaya! - ordenó Ta Genaro.

El Cura dijo un par de adagios e hizo por volverse.

- Padre, el muerto quiere cuatro misas para su ánima del purgatorio - le insistió Ta Genaro.
- Así será, hija - dijo el Cura mirando a Ña Francisca, sosteniendo en la mano izquierda la cruz de madera que le servía de bastón, mientras hacía otra en el aire con la diestra.
- Son tres cruces en la cabeza, para que se le vaya el muerto, Padre - advirtió el Babalawo Ta Genaro.
- ¡Perdón, mi hijo! - dijo el Padre.
- ¡Que Dios lo oiga! - contestó Ta Genaro.

Ña Francisca entró al templo, se sentó en un rincón y comenzó a fumarse un tabaco con la candela para dentro, mientras el humo le salía por los oídos y los ojos dejándole una mirada asiática, como si se estuviera observando por dentro.

- Ni diez misas bastan para que esa ánima en pena descanse en el espíritu de los rezos - dijo Ta Genaro.

Muchos culpables en vida después eran muertos majaderos en el purgatorio. Había veces que el muerto se le metía en el cuerpo al vivo sin que se diera cuenta. De momento una persona seria, decía una cosa u otra en lengua lucumí o conga sin que viniera al caso. Daba un par de brincos y caía desmayado. Entonces ya todo el mundo sabía que andaba con los del mas allá. Imponían su voluntad. A veces eran puros caprichos, graserías, ordinarieces. Pago de deudas que no les dejaban la conciencia tranquila, un encargo de un santo... Hubo poseídos que no les alcanzó la vida para estar el tiempo necesario parado en las esquina pidiendo dinero. Sin embargo, había muertos a los que se les ocurrían las cosas más linda del mundo. Una muda del puerto amaneció dando gritos. Al otro día llenó la casa de flores. Ahora la llaman la casa de los olores.

- Hay que atender a los santos para que no se nos monte un muerto - repetía el babalawo Ta Genaro.

Eran fama los ataques de rebato de los ahijados de Pancha la bruja. Con un trapo sucio en la cabeza, utilizaba el fundamento de bastón. Sin quitarse el tabaco de la boca, más que rezar parecía pelearle a los orishas. Dejaba los caminos y se perdía en los matorrales y se olvidaba de darle de comer a los santos. Mal atendidos, con el tiempo, el fundamento se diluía. Para que los muertos no se les montaran a sus ahijados les hacía tres nudos en los pañuelos y les amarraba una tira en el dedo del medio del pie. Sin fuerza para apretar el nudo, andando descalzos, se les zafaba y caían en la tierra, poseídos por los espíritus.

Sacarle un muerto a un vivo no era fácil. Los había que tenían la fuerza de un toro. Confundidos con el cuerpo del vivo no sabían como agarrarlos. Había que sentarlos a horcajadas en un taburete, como se jinetea un caballo, ponerles una palangana de agua bendita o del cielo entre las piernas, cubrirles la cabeza con un trapo blanco, hacerles tres cruces con el dedo en el cráneo y soplarle los oídos. Si con eso no salía, se iban los dos.

A la caída del sol los negros se aglomeraron debajo de la ceiba. Hicieron una alfombra de flores y en el centro colocaron un trono hecho del tronco de una palma real. Trajeron en andas al Príncipe.

- ¡Mayoral! - llamó el Conde.
- ¡ Diga, Su Merced!
- ¡Guarde el látigo.

Los negros sentaron al Príncipe en el Trono, le pusieron una corona de flores y lo coronaron como el Primer Rey de santa Isabel de las Lajas.

- ¡Mayoral! - volvió a llamar el Conde.
- ¡ Diga, Su Merced!
- ¡Ponga leña debajo de los calderos de tres patas, prenda fuego y le echa pescado y carne salada con calabazas, ñame, malanga, boniato, yuca y maíz! ¡Al primer hervor le sacas las brasas y les llenas las güiras del ajiaco a los negros! La zafra precisa de negros fuertes y alegres.

Solo el amor

Solo el amor