viernes, enero 26, 2007

PREMIO ENSAYO CONCURSO DISIDENTE 2006

LA PERENTORIEDAD DE LAS DOS TAREAS

Por Orlando Freire

Para todos los cubanos que amamos la libertad y la democracia, tanto los que habitamos en la Isla como aquellos compatriotas residentes allende los mares, una vez que hayamos superado este presente sombrìo y de incertidumbres, queda claro que la erecciòn de robustas instituciones que garanticen la existencia del Estado de derecho constituye la tarea inicial para lograr esa repùblica que nuestro Apòstol calificara de “con todos y para el bien de todos.”

Pensar en instituciones es imaginar en primer tèrmino la promulgaciòn de una Carta Magna que rija los destinos de la patria. Somos una naciòn privilegiada en cuanto a la tradiciòn constitucional. Aun sin haber emergido al concierto internacional con un gobierno propio que administrara los destinos de toda la geografìa insular, ya nuestros bravos mambises redactaron en el poblado de Guàimaro, en 1869, una constituciòn para la Repùblica en Armas. Un texto de hondo contenido liberal que favorecìa los valores republicanos y advertìa contra la apariciòn de caudillos que sustituyeran la tiranìa colonial española por otra no menos despiadada de factura vernàcula. Tan asì fue, que en un arribo de paroxismo, no faltan las opiniones acerca de que los cubanos de la època no alcanzaron la unidad de acciòn debido a un exceso de democracia.

Entonces còmo no concebir que los cubanos estemos deseosos de despojarnos de otra constituciòn que en la pràctica conculca las libertades y los derechos individuales. Y los vulnera porque, despuès de reconocer algunos de ellos en las pàginas iniciales del documento, los vuelve tabla rasa al declarar seguidamente que ninguno puede ser esgrimido en contra de los intereses de la Revoluciòn omnìmoda. Un juicio de valor que le resta espacio al discernimiento objetivo para caer de bruces en el manto de la subjetividad que alienta todo tipo de arbitrariedades. Aspiramos a una constituciòn, por otra parte, que suprima esa anomalìa jurìdica que refrenda el caràcter inamovible del actual sistema polìtico, econòmico y social que padecemos. No es posible aceptar que el discurso oficial la emprenda contra las visiones teleològicas de la monarquìa constitucional prusiana de Hegel, o el fin de la Historia de Fukuyama, y pretenda sentar las bases de la perpetuidad de la versiòn màs procaz del socialismo marxista.

Clamamos por la abrogaciòn del inciso constitucional que autoriza a determinado partido polìtico a asumir la representaciòn de la naciòn cubana. En su lugar instaurar el libre juego de las agrupaciones polìticas, todas con idènticas posibilidades de acceder a los medios de difusiòn y de ser elegidos sus miembros para cualquier cargo pùblico. ¡Que nunca màs deba levantarse una voz en Cuba, entre recelos e incomprensiones, para reconocer con amargura que alguien haya confundido los sagrados valores de la Patria con los estrechos intereses de un partido! Debemos oponernos igualmente a esa torcida interpretaciòn històrica que dice encontrar las raìces del presente unipartidismo en la creaciòn martiana del Partido Revolucionario Cubano. Nuestro hèroe nacional fundò un partido para la beligerancia de una guerra que estimaba breve y necesaria; nunca para que se entronizara en el pedestal de la Repùblica

Semejante intento de justificar el presente mediante la adecuaciòn del pasado, no solo constituye un atentado a la hechologìa històrica en aras de privilegiar sobremanera a la exègesis de esa ciencia social. Es, asimismo, un daño a las nuevas generaciones y a aquellas personas no muy duchas en el acontecer històrico, muchas de las cuales, lamentablemente, ya identifican la figura del Apòstol con las miserias de una realidad que detestan. Aun en el àmbito acadèmico, una cosa es responsabilizar a Martì con la tradiciòn revolucionaria en detrimento del desarrollo evolucionista de la Isla, y otra muy distinta es atribuir a su proyecto de repùblica--- esa que alertò no administarla de la misma manera que se mandaba un campamento--- presupuestos ajenos a los fines de la democracia liberal. No debemos caer en la ingenuidad de abandonar a Martì, pues asì se lo estarìamos obsequiando en bandeja de plata al totalitarismo. Ellos, carentes de paradigmas vàlidos, estàn al acecho de una pizca de carroña que sacìe sus apetitos de hienas hambrientas.

Las nuevas instituciones que Cuba reclama seràn, a no dudarlo, palancas que liberaràn las energìas de todas las fuerzas productivas del paìs. La actual exorbitante maquinaria estatal debe ceder parte de su espacio a la iniciativa privada. Pero no solo a una creciente inversiòn extranjera que nos integre a los mercados internacionales y posibilite ponernos en contacto con los beneficios del libre comercio, sino tambièn que desmantele el bloqueo interno que obstaculiza el bregar de los nacionales por crear pequeñas y medianas empresas. Cada dìa somos testigos de la eficiencia que acompaña al sentido de pertenencia de los trabajadores por cuenta propia--- sorteando las arbitrariedades de los inspectores estatales, los altos impuestos, la dificultad para adquirir insumos productivos y la no disimulada intenciòn gubernamental de eliminarlos poco a poco--- frente a la desidia de los dueños sin rostros de la supuesta propiedad social.

Queremos un Estado, en cuanto a su relaciòn con la economìa, que sea àrbitro antes que protagonista; que propicie la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley para el despliegue de sus capacidades; que practique una polìtica fiscal inteligente y moderada, capaz de proteger a los màs necesitados, pero que no inhiba la inversiòn productiva de las empresas; que no pretenda, desde los mecanismos de la burocracia, erigirse en juez absoluto de la formaciòn de precios, la fijaciòn de salarios y la asignaciòn de recursos desconociendo los señalamientos que emite el mercado. Queremos un Estado, en fin, que conciba el tamaño de su participaciòn en los asuntos de la economìa tomando en cuenta la coyuntura del momento, y no obedeciendo a los lineamientos de una ideologìa determinada.

Por supuesto que resulta impensable la existencia de instituciones democràticas sin la debida separaciòn e independencia de los tres poderes. Ignoramos olìmpicamente a Montesquiu cada vez que contemplamos el triste panorama de un Parlamento en el que legisladores y gobernantes se sientan juntos a discutir los problemas de la naciòn. De hecho no hay discusiòn en esas circunstancias; solo formal aprobaciòn de directrices trazadas previamente por los segundos. No se atisba la màs mìnima posibilidad de que los parlamentarios analicen sin coerciòn los asuntos màs acuciantes del paìs cuando muchas de las sesiones se ven reducidas a diàlogos entre algunos de ellos con el Màximo Lìder. De igual forma no es concebible un autèntico poder judicial si los magistrados se sienten una mera prolongaciòn de las autoridades polìticas. Una màxima muy acogida reza que a todo enjuiciado debe consideràrsele inocente mientras no se demuestre su culpabilidad; pero es poco probable que esa sentencia se cumpla si, ante un presumible delito contra la seguridad del Estado, el juez porta en su bolsillo un carnet que lo acredita como miembro de la ùnica agrupaciòn polìtica que esta agònica constituciòn reconoce.

Pasemos ahora a reflexionar en torno a la segunda de las tareas que los cubanos tenemos por delante si queremos echar los cimientos de un genuino Estado de derecho: el fomento de una cultura de respeto hacia las instituciones. El siglo XX, ese al que con gran acierto Carlos Alberto Montaner llamò de “doloroso aprendizaje”, fue una muestra de còmo un iluminado, un hombre fuerte y un revolucionario pasaron por encima de instituciones que la naciòn habìa creado, y muy hàbilmente maniobraron para conseguir sus egotistas metas personales. Y lograron hacerlo, en parte, apoyados en esa tradiciòn que nos viene de la colonia en el sentido de anteponer la violencia a la ley, pero tambièn debido al desapego con que nuestros compatriotas miraban la cosa pùblica.

Si observamos la historiografìa màs reciente escrita en el interior de la Isla, nos llevamos la impresiòn de que entre Gerardo Machado y Fulgencio Batista, de un lado, y Fidel Castro, del otro, subsisten diferencias irreconciliables. Se aduce que los primeros fueron gobernantes de derecha y simples instrumentos de los intereses norteamericanos en Cuba; mientras que al ùltimo lo vinculan con el movimiento socialista y el antiimperialismo màs militante. Sin embargo, es posible hallar en los tres un denominador comùn, ademàs del caràcter autoritario de sus mandatos: se creyeron mesìas enviados por la Providencia para encauzar el destino de la Patria. Los tres habrìan suscrito de buenas ganas ese falso apotegma que tanto daño ha infligido al orden y la estabilidad de las naciones: “toda Revoluciòn es fuente de derechos”.

En 1902 irrumpimos en el seno de la comunidad internacional con un gobierno propio, poderes judicial y legislativo, y una constituciòn de corte liberal que normaba la existencia futura de la Repùblica. Cierto que nacimos de un modo deforme, con un apèndice constitucional que mermaba la soberanìa nacional, pero en el espìritu de los cubanos latìa la esperanza de que gradualmente el paìs irìa cobrando confianza en sus propias capacidades para conducir los destinos de la patria, y de esa forma se coronarìan tantos años de luchas en la manigua insurrecta.

Desde los primeros momentos, empero, un mal comenzò a asomar en el horizonte: el apego de nuestros gobernantes a prolongar su permanencia en el poder. No serìa muy aventurado afirmar que uno de los desaciertos màs connotados de las administraciones de Tomàs Estrada Palma y Mario Garcìa Menocal fue el intento de reelecciòn del primero y la materializaciòn del propòsito en el caso del segundo. Era el germen de esa errònea y fatal convicciòn que embargò a muchos y que los hizo considerar que el carisma y talento de algunos estadistas eran màs importantes que las propias instituciones. Un desbarro que alcanzarìa su cima durante el gobierno de Gerardo Machado.

Apenas transcurridos dos años de la presidencia del antiguo general del Ejèrcito Libertador, y ya se empezò a concebir una reforma constitucional para extender su perìodo en la primera magistratura. El endiosamiento hacia su figura fue subiendo de tono a medida que cosechaba los frutos de los exitosos años iniciales de su mandato. “Dios en el cielo y Machado en la tierra”, llegaron a expresar algunos acòlitos en el colmo del frenesì adulador. Lo màs grave fue que las principales fuerzas polìticas del paìs--- incluyendo a los ùnicos tres partidos polìticos reconocidos: el Liberal, el Conservador y el Popular Cubano--- se plegaron a los afanes continuistas del gobernante. Al final sobrevino la crisis, la violencia, la nueva supervisiòn extranjera y por ùltimo la revoluciòn. Las instituciones caìan destrozadas por la acciòn perdularia de los hombres.

El epìlogo de la Revoluciòn de 1933 serìa la Constituciòn de 1940. Un texto que, ademàs de reconocer los derechos y libertades individuales, darìa un impulso al concepto de propulsar la economìa de mercado en funciòn social. Este sesgo iba a ser aplaudido por las fuerzas de izquierda, y algo censurado por los liberales; pero en esencia estàbamos ante un documento que establecìa las pautas para un armònico decursar de la sociedad cubana en aras de lograr la libertad y la felicidad de todos sus hijos.

Es verdad que siempre faltaron las disposiciones complementarias que llevarìan a la pràctica muchas de las intenciones del referido cuerpo legal, y que los gobiernos autènticos de Grau y Prìo insistieron en no pocos vicios y lacras que arrastraba la Repùblica; pero nada de ello pudo justificar el zarpazo de Fulgencio Batista contra las instituciones de la naciòn aquel funesto 10 de marzo de 1952. Cierto que se alzaron voces en contra de la felonìa, mas la paràlisis en que se hallaba la Repùblica propiciò que el nuevo hombre fuerte de Cuba consiguiera su objetivo de tomar el poder, primero, y tratar de otorgarle visos de legalidad a su espuria actuaciòn en un segundo momento. Nuevamente el tejido republicano sufrìa un daño severo; un daño que, no obstante, solo serìa el preludio de lo que iba a suceder despuès.

Unicamente en condiciones de extrema apatìa ciudadana hacia los valores que encarnaba la democracia representativa en la Cuba de 1959 pudo darse el desgajamiento paulatino de todos los mecanismos institucionales que, de funcionar correctamente, eran garantes del Estado de derecho. El sufragio universal, el derecho de propiedad, las libertades individuales, la independencia de poderes, la libre entrada y salida de los nacionales de la tierra que los vio nacer, la posibilidad de escoger la educaciòn que deseàramos para nuestros hijos..., todas esas conquistas fueron cayendo una a una en medio del delirio de una masa nada despreciable numèricamente. La legitimidad democràtica deba paso a la legitimidad revolucionaria en medio de una hipnosis social que recordaba a la Alemania de Hitler o la Rusia de Stalin.

Se producìa un salto cualitativo en el despotismo, un estadio nuevo que profundizarìa las grietas de la incivilidad nacional. Porque Machado y Batista fueron, quièn lo duda, gobernantes de mano dura que con frecuencia ensangrentaron nuestro panorama polìtico. Pero ellos eran conscientes de que sus actuaciones fuera de la ley debìan de estar limitadas en el tiempo y, sobre todo, en la viabilidad de construir otras divisas que sustituyeran los estandartes clàsicos de la democracia. Se proyectaron, en consecuencia, como gobernantes autoritarios.

Con el advenimento de Fidel Castro al poder, en cambio, la provisionalidad revolucionaria trascendiò lo coyuntural para adquirir ribetes de ortodoxia. Los valores tradicionales de la democracia representativa no solo fueron proscritos, sino ademàs permutados por cruzadas emergentes que en apariencia iban a inaugurar la era de la democracia participativa, pero en esencia terminaron por cerrar los canales de actuaciòn de la sociedad civil. La paz de los sepulcros acabò por enseñorearse sobre el cielo de la patria, muchos de cuyos hijos ni imaginan siquiera que es posible disentir del discurso oficial. Asistimos entonces a un sistema totalitario.

Como vemos, no basta con poseer instituciones para disfrutar permanentemente de los beneficios de la democracia. Es menester que las mismas se respeten y que exista la voluntad ciudadana de tornarlas duraderas. Un Estado de derecho es aquel en el que se respira transparencia, estabilidad y donde el futuro es màs o menos previsible. Todo lo contrario a esos sitios imponderables en los que la opiniòn de una camarilla, un partido o un caudillo es la ley. Solo en ese Estado de derecho seremos acreedores de la confianza internacional y la de nuestros propios compatriotas.

Un ejemplo recurrente: podemos estar a favor o en contra del presidente norteamericano George Bush, celebrarlo o criticarlo, pero podemos confiar en que èl terminarà su mandato el 20 de enero de 2009. No hay cobertura para un vuelco en la constituciòn de ese paìs que le permita dilatarse en el poder. Desconfiemos, a la inversa, de esas naciones cuyos presidentes, aun antes de empezar a gobernar, sueñan con asambleas constituyentes para modificar mecanismos, cambiar constituciones, refundar naciones, en fin, adaptar las instituciones a su conveniencia. O no màs en el 2004 ò el 2005 y ya realizan planes de lo que haràn en el año 2021 ¡Como si el gobierno de la repùblica fuese una finca particular!

No debemos descansar hasta tanto se logre que la ley sea autònoma con respecto al poder, y nunca una emanaciòn del mismo. Tal vez radique ahì una brùjula con que orientar nuestra existencia en este tùnel oscuro del alborear del siglo XXI. Y no es poca cosa haber encontrado un rumbo. No olvidar que muchos de los que apostaron por subirse en el carro del sentido de la Historia terminaron desilusionados. Porque, al decir de Octavio Paz, la refutaciòn màs convincente de todas las filosofìas de la Historia es la propia Historia, esa pieza de teatro sin pies ni cabeza.

miércoles, enero 24, 2007

OBRA GANADORA DEL CONCURSO DISIDENTE 2006

EL CENTRO Y LA PERIFERIA

Por Orlando Freire


Todos voltearon sus cabezas casi al unísono. Fue una reacción en cadena que siguió a la mirada hacia atrás de uno de los sentados en la primera hilera de sillas, como si presintieran que algún acontecimiento extraordinario rodearía con un hálito de misterio el inicio de la ceremonia. Y lo vieron avanzar a través del estrecho pasillo, orondo, la frente altiva, cual Gengis Khan por aldea conquistada, exhibiendo la guayabera elegante que resaltaba su indiscutible condición de Jerarca de la cultura nacional. Detrás, a prudencial distancia, porque la jerarquía es la jerarquía, marchaban la esposa y la hija del Jerarca, con la misma progenie que la del Gallardo, el orgullo de quienes se saben egocéntricas, y la voluntad de conducirse como tropa victoriosa pero no inclemente.

Permanecían vacías tres sillas en el centro del salón, y a ti, Ernestico, te asaltó la curiosidad de desentrañar si los invitados a esta singular fiesta de bodas seguían el consejo de Jesús que conocieron por San Lucas, y evitaban escoger los asientos de honor en la mesa por temor a ser desplazados de los mismos, u obedeció a una decisión de los organizadores de no ocuparlos para que esa noche la premiación del evento literario se adornara con una presencia distinguida.

Si tú escribieras como desentrañas, de seguro habrías ganado este concurso, Ernestico. Ya presientes el porqué de los asientos del Centro, porque si el Jerarca se ubica en la primera fila, enseguida empiezan los comentarios de que los últimos serán los primeros, o no van lejos los de adelante si los de atrás corren bien. Porque el Centro es el Centro. Esos tres sangre azul son núcleo, corazón, esencia, foco. Ustedes los periféricos apenas circunferencia, epidermis, escoria, penumbra.

Una rápida sucesión de ideas te llevó a desenredar la otra hipótesis. Cuando viste a la hija del Jerarca recordaste que era escritora, y que escribía cuentos, género sobre el que versaba el concurso. Comoquiera que era costumbre en los organizadores el informar a los agraciados con anticipación, intuiste que la afortunada descendiente sería la triunfadora, y la ilustre parentela oficiaría como palo referencial de una astilla vanagloriosa.

Sufriste en silencio la certeza de que tu presunción se hiciera realidad, y una vez más quedaras en el oscuro papel de participante con penas y sin glorias, y buscaras un chivo expiatorio en el inefectivo empleo del narrador, o la chatura de tu realismo antimágico, o el empobrecedor lenguaje, o la manifiesta incapacidad que exhibías para redactar un cuento largo, un cuentinovela como ya lo nombran los críticos, esos que sirven para que los narradores poeticen y los poetas narren. Claro, Ernestico, en el fondo está la controversia entre Mañach y Lezama, y como tú eres un mañachniano te toca joderte. Lezama es el Centro. No entiendes la literatura de moda, como tampoco Mañach entendió la poesía de Lezama. Ahora la escritura es hacia adentro, endógena, poco comunicativa. La realidad es para sufrirla, no para reflejarla, chico. Pero, por Dios Ernestico, un poco más y el malestar te conduce a ignorar al Ilustre y su comitiva, ya ubicados muy cerca de los asientos que les servirían de pedestal, en el trajín cotidiano de quitarles el polvo a las sillas, pero de pie todavía como quienes aguardan por el merecido aplauso de la concurrencia.

Te convenciste de que ibas a ser el único que incurriría en la inadvertencia, pues sin dudas el resto de los presentes enfocaban su atención sobre los recién llegados. Algunos, colmados de amor propio y liberados ya del nerviosismo de la competencia, amasaban con deleite la posibilidad de estrechar la mano del Eximio. Que importa enviar un cuento y no ser premiado por el jurado. Recibir la distinción bien podía tratarse de un hecho coyuntural, fortuito, adherirse a la tendencia prevaleciente: ya lo narrado no interesa, el tema ( si lo hay) carece de trascendencia, el lenguaje deviene en personaje central, penetramos en un laberinto de excelente dominio linguístico, técnica apabullante, pirotecnia verbal y gran dosis de ensayismo. ¡No te vayas a lamentar más! Lo que tienes que hacer es crecerte, empínate y anda. Mira el ejemplo de Lezama, que con tamaña adiposidad supo trasladarse de la Periferia al Centro. ¡Imítalo! Tú, en cambio, insistes en que afiliarse a la moda no necesariamente denota la real significación del que escribe. Ser conocido de un Jerarca de la cultura nacional, pensabas, constituye algo imperecedero, ajeno a los vaivenes de lo casuístico, excluyente de que la farándula literaria nos contemple como a unos neófitos.

Ya a punto de sentarse, el Insigne lanzó un primer saludo a los miembros del jurado. Estiró el brazo izquierdo con la mano en posición de decir adiós, después su puño se cerró, y finalmente dos de sus dedos adoptaron la señal de la victoria. Tras lo cual, sin perder el sonreír de la plena realización humana, se alisó con cuidado la guayabera impecable y comprobó que las dos escuderas habían ocupado sus asientos. Un claro mentís a esos que reservan esa prenda masculina sólo para mediocres, oportunistas y segurosos. Esa es una visión europeísta, y por tanto estrecha y parcialmente inexacta acerca de la realidad de la isla. Tú sabes, Ernestico, que también sirve para vestir a los Hidalgos, como éste que satisfecho por la recepción, afónica pero omnipresente, posó sus mustias asentaderas sobre la silla agradecida.

Los jueces del certamen reciprocaron enternecidos, como si un arcángel los iluminase desde el cielo. En nada se veían contrariados por la demora debido al acomodo de los arribantes. De existir cierto malestar en ellos era por la distancia que los separaba del Distinguido, y que les privaba en ese momento de un abrazo, una palmadita en el hombro, o un ósculo en el caso de las féminas con esta gloria de la nación. En el caso de los periféricos, Ernestico, no todos compartían tu intrascendencia. A veces las apariencias engañan. Por ejemplo, observa a aquel joven a quien el desenfreno instó a quebrar las normas protocolares, cual shiíta que idolatra a su Imán. Corrió a donde estaba el Glorioso y lo saludó emocionado. Un apretón de manos que se prolongaba, matizado por un intercambio de opiniones exponente de cierta intimidad, una inobjetable credencial para el mozuelo, al que de inmediato imaginaste una promoción sobresaliente de los talleres literarios, o un esperanzador pino nuevo de la Brigada Hermanos Saíz, tal vez algún discípulo aventajado del chino Heras, quizás un fiel representante de la más reciente generación de poetas. Pero, sobre todo, ya una persona importante en esta peculiar velada literaria.

Sobrevino el dilatado comienzo. Uno de los integrantes del triunvirato justiciero leyó el acta que reflejaba el consenso conseguido tras las deliberaciones. Pero en el ambiente de aquel salón flotaba una atmósfera disociante. Parecía como si a nadie le interesara mucho concentrarse en lo que leían. La gente miraba de soslayo al Sobresaliente, espiaban sus gestos y comportamiento, y sobre todo se mantenían muy alertas ante el más mínimo ademán de saludo que trasmitiera a un feliz destinatario. Hasta el propio triúnviro levantaba de vez en cuando la vista del papel para buscar el asentimiento del Caballero, cuyas pupilas se parapetaban detrás de unos cristales pulcrísimos que iban montados sobre una bella armadura niquelada, que era como de oro, ese mineral que acostumbran hurtar los morenos en la calle, muy distinta a tus rústicos espejuelos, Ernestico, confeccionados de un plástico horrible, herencia legítima de los tiempos en que la marea eslava desbordó el Mar Negro y contaminó el noroeste del Caribe.

Tú mismo reconoces que nunca antes un suceso no correspondiente a la ceremonia en sí hubiera monopolizado tu atención durante las muchas premiaciones en las que habías participado. Confeccionaste un catálogo visual con las personas que aprovechaban la menor oportunidad y se levantaban de sus asientos para encontrarse con el Patricio: una visita al baño a orinar o alguna salida fugaz de la sala de reuniones. Formaban parte de una clase social superior. Aunque, a decir verdad, no todos refulgían con luz propia. Los había capaces de sostener una pequeña plática con el Benemérito, esos ameritaban que éste ignorara por unos minutos al lector. Dabas por descontado los méritos que acumulaban: una considerable obra publicada, miembros prestigiosos de la Unión de Escritores y Artistas , integrantes del consejo de redacción de alguna resucitada revista literaria, beneficiarios de giras al exterior o acreedores de que el filantrópico Fondo para el Desarrollo de la Educación y la Cultura les financiara la adquisición de un ordenador con que ponerse a tono con los tiempos desde la intimidad de sus hogares. Por supuesto, Ernestico, nos referimos al FONCE o al FONDE, como quieran llamarlo.
Qué importa una denominación u otra en este mundo postmoderno donde no hay mayor postmodernidad que una sigla. Sí, ese ubicuo mecenas que lo mismo le resuelve una vivienda a un pintor, que unos espejuelos bifocales a un comediante, o le repara el ascensor a una bailarina, o le gestiona una operación en el extranjero a una escritora medio ciega, o le paga el pasaje a México al hijo de un director de orquesta, o le abona cién dólares al mes a un artista ocambo para que desde su casa enarbole la condición de Centro. Las Personalidades son las Personalidades, Ernestico, no seas envidioso. Y un mecenazgo crea espacios, como tú dices, pero al propio tiempo los condiciona… Ya, ya , Ernestico, estás tomando por un derrotero que no conviene. La Perestroika hace tiempo que pasó de moda, y en cualquier momento el Centro aduce que estás aplicando razonamientos extraliterarios, y recuerda que la cadena siempre se quiebra por el eslabón más débil. Mejor te fijas en el segundo grupo, más numeroso que el anterior, quienes sólo lograban que el Admirable les estrechara la mano, pero sin mediar palabra u otro tipo de reverencia. Serían funcionarios anexos al sector de la cultura o en el mejor de los casos escritores de la periferia, con exiguas reservas de papel y los disquetes a cuestas para que un amigo piadoso les imprimiese algún texto. Otros acudían a saludar a la hija o la esposa del Brillante. Se inscribían en el círculo de amistades de una de ellas y el nivel no les alcanzaba para acceder directamente al padre de familia. Mas, ya de retirada, asimilaban jubilosos la cortés congratulación del Egregio.

En la base de esta pirámide privilegiada ubicaste a cinco o seis individuos, quienes más por voluntad que por derecho, se aferraron en obtener la bendición del Preclaro. Fue lamentable verlos mendigar un gesto amistoso, que apenas se limitaba a un frío contacto de manos sin mirar a los ojos del intruso y con evidente maledicencia por el fastidio. Inoportunos principiantes que esporádicamente habrían coincidido en tertulias o recitales de poesía con esta cumbre de nuestras letras. ¡Qué siguieran machacando con la máquina de escribir y las copias ilegibles a papel carbón! ¿Y qué restaba para los vedados de la democracia en esta Grecia inventora de la democracia?. Eran unos desclasados que a esa hora debían sentir sobre sus espaldas el torrente acusador de los presentes. Tú, infeliz Ernestico, creías ser el centro (no el Centro) de la compasión colectiva al no provocar ni un anémico guiño de ojo del Esclarecido. Un impulso repentino casi te insta a pararte y correr hacia el trono, pasara lo que pasara, te ultrajaran o te humillasen. Pero no, el hombre debe darse su valor, te dijiste en un atinado arranque de dignidad que mantuvo tu cuerpo clavado en el asiento.

Llegó el momento culminante. Los jueces informaron que por decisión unánime el premio era compartido entre dos participantes. Por supuesto, el primer nombre mencionado fue el de la hija del Héroe. En medio de una salva de aplausos la joven se abrió paso por la fila de sillas y salió al pasillo en dirección al jurado. Esbelta, tiposa, de andar firme, una marcialidad ensayada, al compás del regio vestido maxifalda en el más fino estilo de un Pierre Cardin o un Christian Dior. Da igual. Lo importante es el exotismo de la firma que atestigue la apertura de la isla hacia el mundo. El Epónimo aplaudía sin cesar, eufórico, como si rememorara el éxito de sus lúcidos poemas o las tantas ediciones de los trotamundos ensayos en los que defendía a capa y espada la identidad latinoamericana.

Oh, sorpresa, sobre todo para ti, Ernestico. Parece que asistimos a un capítulo más de la rebelión de las masas. El otro premiado resultó ser un joven insípido, vestido con la última cuota de ropas de la libreta de racionamiento de productos industriales, quien con explícita inseguridad e implícita carencia de familiares en el extranjero que se ocupen de él, arrastró su insulsa existencia hasta llegar junto a su encopetada predecesora. Allí posaron para unas fotografías. Qué nítido contraste: la bella y la bestia, el Norte opulento y el Sur subdesarrollado, la princesa y el mendigo, el Centro y la Periferia, una concesión de Plejánov acerca de la cordialidad entre las clases sociales.

Se aflojaron las tensiones. Los organizadores proponían un receso que fungiría de transición relajadora para pasar a la actuación de un joven trovador. Era la oportunidad de pararse y estirar las piernas, ir al baño o beber un vaso de agua fría. Pero el Excelente continuaba en su silla. Miró a uno y otro lado e intercambió breves frases con su cónyuge e hija. Estaba contento, disfrutando la dicha que la vida le ofrecía a cada instante. Mas la privacidad le duró poco, pues pronto fue rodeado por un grupo de simpatizantes que repetían la visita, esta vez con el pretexto de felicitar a la laureada. Había que reafirmar el lustre que se ostentaba.

De repente apareció entre la muchedumbre. Quizás muy pocos habían reparado en su presencia, sin embargo aquel hombre canoso, de ojos claros de luna llena y ademanes extratropicales se fue acercando hasta arribar al centro del salón. Actuó como un clásico rompe grupos. Al verlo, el Excelso abandonó su silla, apartó a los aduladores y se fundió en un estrecho abrazo con el flamante personaje. Las dos mujeres también se pusieron de pie en el acto, cual sirvientes que llevan con diligencia el escudo del Caballero, o mejor, listas para parangonarse con uno de su linaje. Quedaste extasiado Ernestico. Presentiste que acababas de conocer a otro grande de la cultura nacional. Cierto que no recordabas su nombre, pero esa cara te era familiar, seguro habrías leído algún libro suyo, o cualquier colaboración en la revista del Primado. A partir de esa noche tendrías mucho que contar a tus futuros hijos y nietos; no importa que tu condición ante ellos fuese la del beato frente al Mesías. Habrías estado cerca de dos seguros acreedores al Premio Nacional de Literatura, centristas conversos y confesos, y ahora más lezamianos que la familia Vitier-García Marruz, no importa si su procedencia fuese origenista, ciclonista o lunista. Rectificar es de sabios, Ernestico, no digo yo si de simples intelectuales también, por muy centrípetos que sean.

Tras la emoción de este encuentro, ¿qué más podías pedir? Lo cierto fue que pronto te diste cuenta de que no aguantabas más en aquel lugar. Qué te importaban el trovador y el grupito de insistentes que seguían tras las huellas del Magnánimo y su familia. Preferible era salir y tomar la brisa de la noche. Pero no te hagas ilusiones, Ernestico, esta fue otra derrota literaria para ti. Y siempre que sucedía un descalabro era inevitable que te asaltaran malos pensamientos… ¿ Que en qué se parece la democracia ateniense a muchos concursos literarios? Que la democracia ateniense era democracia sólo para algunos, y muchos concursos literarios son concursos sólo para algunos, para los que tienen un nombre, pues muchas veces las obras de los desconocidos, de los periféricos, no te dé pena reconocerlo, no son ni leídas… O aquella tarde en que visitaste la exposición de libros españoles en el Salón de los Pasos Perdidos en el Capitolio Nacional y te acercaste a la colección de los premios Cervantes ,y viste nada más y nada menos que toda la novelística de Vargas Llosa, y después te informaron que esa colección iría para la Biblioteca Nacional, y te afilaste los dientes imaginando que al fin ibas a leer La Ciudad y los Perros, La Casa Verde, Conversación en la Catedral y La Guerra del fin del Mundo. Pero qué decepción cuando comprobaste que a la Biblioteca Nacional no llegó nada de Vargas Llosa, los libros se quedaron por el camino, hicieron honor del salón donde se exhibían, o fueron a parar a las manos de esa fauna que esta noche se cogió para sí al Superior. Los estrangularías con tus propias manos...

Cuidado , Ernestico, tanta soberbia y ensimismamiento son peligrosos en una ciudad capital. Es verdad que escasea el combustible, pero no tanto como para cruzar una calle con la mente en las musarañas. Un poco más y resultas atropellado por un automóvil que salía de la actividad artístico-literaria. Como sucede en esos casos, quisiste ver la identidad del chofer, y éste comprobar lo desapercibido del peatón. Al timón iba el hombre canoso, de ojos claros de luna llena y ademanes extratropicales. Otra gloria de Cuba. Mas obsérvalo bien, no te predispongas. Cualquiera diría que intentaba desextratropicalizarse y hacerte un ademán para que subieras al auto. Lo que sucede es que tú no colaboras. Pero reconócelo, una persona excelente. Ese rostro no se olvida.

Todavía no cruces, mira detrás, en ese otro automóvil viaja la familia del Magnánimo. Lógicamente, el Monarca delante y las cortesanas en el asiento trasero. Y el Rey no va al timón; el chofer es un tipo arrabalero ciento por ciento. No Ernestico, no te admito que vayas a calificarlo de una manera tan peyorativa. Eso que tú estás pensando, ahora se llama un trabajador social. Recuerda que los conceptos también evolucionan.

De regreso a tu casa, montado en un camello, no podías exorcizar las ideas que te agobiaban, a pesar de lo hostil que el urbano animalito era para el pensamiento. Porque en la época en que enviabas tus cuentos a los concursos literarios, un camello en el Sahara era un mamífero rumiante más alto y corpulento que el caballo, con el cuello largo y dos gibas en el dorso que servía para transportar a los habitantes del desierto. Pero aquí, en esta isla, más bien se trataba de un ORNI, o sea, un objeto rodante no identificado que se usaba para trasladar a los periféricos de un sitio a otro de la urbe. En resumidas cuentas, entre esta ínsula y el desierto casi todo es diferencia. Excepto el calor. El que hace allí por el día y el que reina aquí las veinticuatro horas. Calor para todo el mundo. Eso sí es democracia, Ernestico.

Esa cara tú la conocías. Lo habías visto en algún lugar, aunque no precisabas dónde ni cuándo. Es evidente que el plástico horrible de la armadura de tus espejuelos te está deteriorando los cristales. Fue menester que transcurrieran unos días para que lograras definir que aquel joven que te empujó o tú empujaste durante una cerrada curva en la que se internó el repleto e infernal camello, no era otro que el premiado junto a la hija del Jerarca.

Solo el amor

Solo el amor