miércoles, enero 24, 2007

OBRA GANADORA DEL CONCURSO DISIDENTE 2006

EL CENTRO Y LA PERIFERIA

Por Orlando Freire


Todos voltearon sus cabezas casi al unísono. Fue una reacción en cadena que siguió a la mirada hacia atrás de uno de los sentados en la primera hilera de sillas, como si presintieran que algún acontecimiento extraordinario rodearía con un hálito de misterio el inicio de la ceremonia. Y lo vieron avanzar a través del estrecho pasillo, orondo, la frente altiva, cual Gengis Khan por aldea conquistada, exhibiendo la guayabera elegante que resaltaba su indiscutible condición de Jerarca de la cultura nacional. Detrás, a prudencial distancia, porque la jerarquía es la jerarquía, marchaban la esposa y la hija del Jerarca, con la misma progenie que la del Gallardo, el orgullo de quienes se saben egocéntricas, y la voluntad de conducirse como tropa victoriosa pero no inclemente.

Permanecían vacías tres sillas en el centro del salón, y a ti, Ernestico, te asaltó la curiosidad de desentrañar si los invitados a esta singular fiesta de bodas seguían el consejo de Jesús que conocieron por San Lucas, y evitaban escoger los asientos de honor en la mesa por temor a ser desplazados de los mismos, u obedeció a una decisión de los organizadores de no ocuparlos para que esa noche la premiación del evento literario se adornara con una presencia distinguida.

Si tú escribieras como desentrañas, de seguro habrías ganado este concurso, Ernestico. Ya presientes el porqué de los asientos del Centro, porque si el Jerarca se ubica en la primera fila, enseguida empiezan los comentarios de que los últimos serán los primeros, o no van lejos los de adelante si los de atrás corren bien. Porque el Centro es el Centro. Esos tres sangre azul son núcleo, corazón, esencia, foco. Ustedes los periféricos apenas circunferencia, epidermis, escoria, penumbra.

Una rápida sucesión de ideas te llevó a desenredar la otra hipótesis. Cuando viste a la hija del Jerarca recordaste que era escritora, y que escribía cuentos, género sobre el que versaba el concurso. Comoquiera que era costumbre en los organizadores el informar a los agraciados con anticipación, intuiste que la afortunada descendiente sería la triunfadora, y la ilustre parentela oficiaría como palo referencial de una astilla vanagloriosa.

Sufriste en silencio la certeza de que tu presunción se hiciera realidad, y una vez más quedaras en el oscuro papel de participante con penas y sin glorias, y buscaras un chivo expiatorio en el inefectivo empleo del narrador, o la chatura de tu realismo antimágico, o el empobrecedor lenguaje, o la manifiesta incapacidad que exhibías para redactar un cuento largo, un cuentinovela como ya lo nombran los críticos, esos que sirven para que los narradores poeticen y los poetas narren. Claro, Ernestico, en el fondo está la controversia entre Mañach y Lezama, y como tú eres un mañachniano te toca joderte. Lezama es el Centro. No entiendes la literatura de moda, como tampoco Mañach entendió la poesía de Lezama. Ahora la escritura es hacia adentro, endógena, poco comunicativa. La realidad es para sufrirla, no para reflejarla, chico. Pero, por Dios Ernestico, un poco más y el malestar te conduce a ignorar al Ilustre y su comitiva, ya ubicados muy cerca de los asientos que les servirían de pedestal, en el trajín cotidiano de quitarles el polvo a las sillas, pero de pie todavía como quienes aguardan por el merecido aplauso de la concurrencia.

Te convenciste de que ibas a ser el único que incurriría en la inadvertencia, pues sin dudas el resto de los presentes enfocaban su atención sobre los recién llegados. Algunos, colmados de amor propio y liberados ya del nerviosismo de la competencia, amasaban con deleite la posibilidad de estrechar la mano del Eximio. Que importa enviar un cuento y no ser premiado por el jurado. Recibir la distinción bien podía tratarse de un hecho coyuntural, fortuito, adherirse a la tendencia prevaleciente: ya lo narrado no interesa, el tema ( si lo hay) carece de trascendencia, el lenguaje deviene en personaje central, penetramos en un laberinto de excelente dominio linguístico, técnica apabullante, pirotecnia verbal y gran dosis de ensayismo. ¡No te vayas a lamentar más! Lo que tienes que hacer es crecerte, empínate y anda. Mira el ejemplo de Lezama, que con tamaña adiposidad supo trasladarse de la Periferia al Centro. ¡Imítalo! Tú, en cambio, insistes en que afiliarse a la moda no necesariamente denota la real significación del que escribe. Ser conocido de un Jerarca de la cultura nacional, pensabas, constituye algo imperecedero, ajeno a los vaivenes de lo casuístico, excluyente de que la farándula literaria nos contemple como a unos neófitos.

Ya a punto de sentarse, el Insigne lanzó un primer saludo a los miembros del jurado. Estiró el brazo izquierdo con la mano en posición de decir adiós, después su puño se cerró, y finalmente dos de sus dedos adoptaron la señal de la victoria. Tras lo cual, sin perder el sonreír de la plena realización humana, se alisó con cuidado la guayabera impecable y comprobó que las dos escuderas habían ocupado sus asientos. Un claro mentís a esos que reservan esa prenda masculina sólo para mediocres, oportunistas y segurosos. Esa es una visión europeísta, y por tanto estrecha y parcialmente inexacta acerca de la realidad de la isla. Tú sabes, Ernestico, que también sirve para vestir a los Hidalgos, como éste que satisfecho por la recepción, afónica pero omnipresente, posó sus mustias asentaderas sobre la silla agradecida.

Los jueces del certamen reciprocaron enternecidos, como si un arcángel los iluminase desde el cielo. En nada se veían contrariados por la demora debido al acomodo de los arribantes. De existir cierto malestar en ellos era por la distancia que los separaba del Distinguido, y que les privaba en ese momento de un abrazo, una palmadita en el hombro, o un ósculo en el caso de las féminas con esta gloria de la nación. En el caso de los periféricos, Ernestico, no todos compartían tu intrascendencia. A veces las apariencias engañan. Por ejemplo, observa a aquel joven a quien el desenfreno instó a quebrar las normas protocolares, cual shiíta que idolatra a su Imán. Corrió a donde estaba el Glorioso y lo saludó emocionado. Un apretón de manos que se prolongaba, matizado por un intercambio de opiniones exponente de cierta intimidad, una inobjetable credencial para el mozuelo, al que de inmediato imaginaste una promoción sobresaliente de los talleres literarios, o un esperanzador pino nuevo de la Brigada Hermanos Saíz, tal vez algún discípulo aventajado del chino Heras, quizás un fiel representante de la más reciente generación de poetas. Pero, sobre todo, ya una persona importante en esta peculiar velada literaria.

Sobrevino el dilatado comienzo. Uno de los integrantes del triunvirato justiciero leyó el acta que reflejaba el consenso conseguido tras las deliberaciones. Pero en el ambiente de aquel salón flotaba una atmósfera disociante. Parecía como si a nadie le interesara mucho concentrarse en lo que leían. La gente miraba de soslayo al Sobresaliente, espiaban sus gestos y comportamiento, y sobre todo se mantenían muy alertas ante el más mínimo ademán de saludo que trasmitiera a un feliz destinatario. Hasta el propio triúnviro levantaba de vez en cuando la vista del papel para buscar el asentimiento del Caballero, cuyas pupilas se parapetaban detrás de unos cristales pulcrísimos que iban montados sobre una bella armadura niquelada, que era como de oro, ese mineral que acostumbran hurtar los morenos en la calle, muy distinta a tus rústicos espejuelos, Ernestico, confeccionados de un plástico horrible, herencia legítima de los tiempos en que la marea eslava desbordó el Mar Negro y contaminó el noroeste del Caribe.

Tú mismo reconoces que nunca antes un suceso no correspondiente a la ceremonia en sí hubiera monopolizado tu atención durante las muchas premiaciones en las que habías participado. Confeccionaste un catálogo visual con las personas que aprovechaban la menor oportunidad y se levantaban de sus asientos para encontrarse con el Patricio: una visita al baño a orinar o alguna salida fugaz de la sala de reuniones. Formaban parte de una clase social superior. Aunque, a decir verdad, no todos refulgían con luz propia. Los había capaces de sostener una pequeña plática con el Benemérito, esos ameritaban que éste ignorara por unos minutos al lector. Dabas por descontado los méritos que acumulaban: una considerable obra publicada, miembros prestigiosos de la Unión de Escritores y Artistas , integrantes del consejo de redacción de alguna resucitada revista literaria, beneficiarios de giras al exterior o acreedores de que el filantrópico Fondo para el Desarrollo de la Educación y la Cultura les financiara la adquisición de un ordenador con que ponerse a tono con los tiempos desde la intimidad de sus hogares. Por supuesto, Ernestico, nos referimos al FONCE o al FONDE, como quieran llamarlo.
Qué importa una denominación u otra en este mundo postmoderno donde no hay mayor postmodernidad que una sigla. Sí, ese ubicuo mecenas que lo mismo le resuelve una vivienda a un pintor, que unos espejuelos bifocales a un comediante, o le repara el ascensor a una bailarina, o le gestiona una operación en el extranjero a una escritora medio ciega, o le paga el pasaje a México al hijo de un director de orquesta, o le abona cién dólares al mes a un artista ocambo para que desde su casa enarbole la condición de Centro. Las Personalidades son las Personalidades, Ernestico, no seas envidioso. Y un mecenazgo crea espacios, como tú dices, pero al propio tiempo los condiciona… Ya, ya , Ernestico, estás tomando por un derrotero que no conviene. La Perestroika hace tiempo que pasó de moda, y en cualquier momento el Centro aduce que estás aplicando razonamientos extraliterarios, y recuerda que la cadena siempre se quiebra por el eslabón más débil. Mejor te fijas en el segundo grupo, más numeroso que el anterior, quienes sólo lograban que el Admirable les estrechara la mano, pero sin mediar palabra u otro tipo de reverencia. Serían funcionarios anexos al sector de la cultura o en el mejor de los casos escritores de la periferia, con exiguas reservas de papel y los disquetes a cuestas para que un amigo piadoso les imprimiese algún texto. Otros acudían a saludar a la hija o la esposa del Brillante. Se inscribían en el círculo de amistades de una de ellas y el nivel no les alcanzaba para acceder directamente al padre de familia. Mas, ya de retirada, asimilaban jubilosos la cortés congratulación del Egregio.

En la base de esta pirámide privilegiada ubicaste a cinco o seis individuos, quienes más por voluntad que por derecho, se aferraron en obtener la bendición del Preclaro. Fue lamentable verlos mendigar un gesto amistoso, que apenas se limitaba a un frío contacto de manos sin mirar a los ojos del intruso y con evidente maledicencia por el fastidio. Inoportunos principiantes que esporádicamente habrían coincidido en tertulias o recitales de poesía con esta cumbre de nuestras letras. ¡Qué siguieran machacando con la máquina de escribir y las copias ilegibles a papel carbón! ¿Y qué restaba para los vedados de la democracia en esta Grecia inventora de la democracia?. Eran unos desclasados que a esa hora debían sentir sobre sus espaldas el torrente acusador de los presentes. Tú, infeliz Ernestico, creías ser el centro (no el Centro) de la compasión colectiva al no provocar ni un anémico guiño de ojo del Esclarecido. Un impulso repentino casi te insta a pararte y correr hacia el trono, pasara lo que pasara, te ultrajaran o te humillasen. Pero no, el hombre debe darse su valor, te dijiste en un atinado arranque de dignidad que mantuvo tu cuerpo clavado en el asiento.

Llegó el momento culminante. Los jueces informaron que por decisión unánime el premio era compartido entre dos participantes. Por supuesto, el primer nombre mencionado fue el de la hija del Héroe. En medio de una salva de aplausos la joven se abrió paso por la fila de sillas y salió al pasillo en dirección al jurado. Esbelta, tiposa, de andar firme, una marcialidad ensayada, al compás del regio vestido maxifalda en el más fino estilo de un Pierre Cardin o un Christian Dior. Da igual. Lo importante es el exotismo de la firma que atestigue la apertura de la isla hacia el mundo. El Epónimo aplaudía sin cesar, eufórico, como si rememorara el éxito de sus lúcidos poemas o las tantas ediciones de los trotamundos ensayos en los que defendía a capa y espada la identidad latinoamericana.

Oh, sorpresa, sobre todo para ti, Ernestico. Parece que asistimos a un capítulo más de la rebelión de las masas. El otro premiado resultó ser un joven insípido, vestido con la última cuota de ropas de la libreta de racionamiento de productos industriales, quien con explícita inseguridad e implícita carencia de familiares en el extranjero que se ocupen de él, arrastró su insulsa existencia hasta llegar junto a su encopetada predecesora. Allí posaron para unas fotografías. Qué nítido contraste: la bella y la bestia, el Norte opulento y el Sur subdesarrollado, la princesa y el mendigo, el Centro y la Periferia, una concesión de Plejánov acerca de la cordialidad entre las clases sociales.

Se aflojaron las tensiones. Los organizadores proponían un receso que fungiría de transición relajadora para pasar a la actuación de un joven trovador. Era la oportunidad de pararse y estirar las piernas, ir al baño o beber un vaso de agua fría. Pero el Excelente continuaba en su silla. Miró a uno y otro lado e intercambió breves frases con su cónyuge e hija. Estaba contento, disfrutando la dicha que la vida le ofrecía a cada instante. Mas la privacidad le duró poco, pues pronto fue rodeado por un grupo de simpatizantes que repetían la visita, esta vez con el pretexto de felicitar a la laureada. Había que reafirmar el lustre que se ostentaba.

De repente apareció entre la muchedumbre. Quizás muy pocos habían reparado en su presencia, sin embargo aquel hombre canoso, de ojos claros de luna llena y ademanes extratropicales se fue acercando hasta arribar al centro del salón. Actuó como un clásico rompe grupos. Al verlo, el Excelso abandonó su silla, apartó a los aduladores y se fundió en un estrecho abrazo con el flamante personaje. Las dos mujeres también se pusieron de pie en el acto, cual sirvientes que llevan con diligencia el escudo del Caballero, o mejor, listas para parangonarse con uno de su linaje. Quedaste extasiado Ernestico. Presentiste que acababas de conocer a otro grande de la cultura nacional. Cierto que no recordabas su nombre, pero esa cara te era familiar, seguro habrías leído algún libro suyo, o cualquier colaboración en la revista del Primado. A partir de esa noche tendrías mucho que contar a tus futuros hijos y nietos; no importa que tu condición ante ellos fuese la del beato frente al Mesías. Habrías estado cerca de dos seguros acreedores al Premio Nacional de Literatura, centristas conversos y confesos, y ahora más lezamianos que la familia Vitier-García Marruz, no importa si su procedencia fuese origenista, ciclonista o lunista. Rectificar es de sabios, Ernestico, no digo yo si de simples intelectuales también, por muy centrípetos que sean.

Tras la emoción de este encuentro, ¿qué más podías pedir? Lo cierto fue que pronto te diste cuenta de que no aguantabas más en aquel lugar. Qué te importaban el trovador y el grupito de insistentes que seguían tras las huellas del Magnánimo y su familia. Preferible era salir y tomar la brisa de la noche. Pero no te hagas ilusiones, Ernestico, esta fue otra derrota literaria para ti. Y siempre que sucedía un descalabro era inevitable que te asaltaran malos pensamientos… ¿ Que en qué se parece la democracia ateniense a muchos concursos literarios? Que la democracia ateniense era democracia sólo para algunos, y muchos concursos literarios son concursos sólo para algunos, para los que tienen un nombre, pues muchas veces las obras de los desconocidos, de los periféricos, no te dé pena reconocerlo, no son ni leídas… O aquella tarde en que visitaste la exposición de libros españoles en el Salón de los Pasos Perdidos en el Capitolio Nacional y te acercaste a la colección de los premios Cervantes ,y viste nada más y nada menos que toda la novelística de Vargas Llosa, y después te informaron que esa colección iría para la Biblioteca Nacional, y te afilaste los dientes imaginando que al fin ibas a leer La Ciudad y los Perros, La Casa Verde, Conversación en la Catedral y La Guerra del fin del Mundo. Pero qué decepción cuando comprobaste que a la Biblioteca Nacional no llegó nada de Vargas Llosa, los libros se quedaron por el camino, hicieron honor del salón donde se exhibían, o fueron a parar a las manos de esa fauna que esta noche se cogió para sí al Superior. Los estrangularías con tus propias manos...

Cuidado , Ernestico, tanta soberbia y ensimismamiento son peligrosos en una ciudad capital. Es verdad que escasea el combustible, pero no tanto como para cruzar una calle con la mente en las musarañas. Un poco más y resultas atropellado por un automóvil que salía de la actividad artístico-literaria. Como sucede en esos casos, quisiste ver la identidad del chofer, y éste comprobar lo desapercibido del peatón. Al timón iba el hombre canoso, de ojos claros de luna llena y ademanes extratropicales. Otra gloria de Cuba. Mas obsérvalo bien, no te predispongas. Cualquiera diría que intentaba desextratropicalizarse y hacerte un ademán para que subieras al auto. Lo que sucede es que tú no colaboras. Pero reconócelo, una persona excelente. Ese rostro no se olvida.

Todavía no cruces, mira detrás, en ese otro automóvil viaja la familia del Magnánimo. Lógicamente, el Monarca delante y las cortesanas en el asiento trasero. Y el Rey no va al timón; el chofer es un tipo arrabalero ciento por ciento. No Ernestico, no te admito que vayas a calificarlo de una manera tan peyorativa. Eso que tú estás pensando, ahora se llama un trabajador social. Recuerda que los conceptos también evolucionan.

De regreso a tu casa, montado en un camello, no podías exorcizar las ideas que te agobiaban, a pesar de lo hostil que el urbano animalito era para el pensamiento. Porque en la época en que enviabas tus cuentos a los concursos literarios, un camello en el Sahara era un mamífero rumiante más alto y corpulento que el caballo, con el cuello largo y dos gibas en el dorso que servía para transportar a los habitantes del desierto. Pero aquí, en esta isla, más bien se trataba de un ORNI, o sea, un objeto rodante no identificado que se usaba para trasladar a los periféricos de un sitio a otro de la urbe. En resumidas cuentas, entre esta ínsula y el desierto casi todo es diferencia. Excepto el calor. El que hace allí por el día y el que reina aquí las veinticuatro horas. Calor para todo el mundo. Eso sí es democracia, Ernestico.

Esa cara tú la conocías. Lo habías visto en algún lugar, aunque no precisabas dónde ni cuándo. Es evidente que el plástico horrible de la armadura de tus espejuelos te está deteriorando los cristales. Fue menester que transcurrieran unos días para que lograras definir que aquel joven que te empujó o tú empujaste durante una cerrada curva en la que se internó el repleto e infernal camello, no era otro que el premiado junto a la hija del Jerarca.

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Solo el amor

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